miércoles, 21 de julio de 2010

La paloma mensajera



El centro estaba abarrotado de gente, sobre todo gente pequeña, es por este tema de las vacaciones de invierno; las familias con sus niños se amontonan, empujan, y chillan, (agreguemos encima que la gente cuando está abrigada ocupa más lugar) todo se suma al hormiguero que es ya el centro de por sí. Los chiquillos salen de a montones desde abajo de las baldosas y tironean los abrigos de padres aletargados al detenerse frente a los vendedores que pululan las veredas del Luna Park agitando chucherías de Disney princesas, luchando por el paso con los trabajadores que, atraídos por el fenómeno de la hora pico, huyen de sus puestos en bandadas como las ratas frente a la flauta mágica del músico de Hamelin. Yo, como estos otros trabajadores, sólo pensaba en llegar a casa. Para ello debía alcanzar primero la terminal del ciento cincuenta y nueve ahí en el correo, y rezar porque la cola para el ramal dos por acceso no sea tan eterna. Desde lejos todas las filas de personitas que querían tomar el blanquito (así se lo llama cariñosamente al ciento cincuenta y nueve) se veían serpenteando extensas a través de la plaza, era cantado que así sería. Pero había también, para mi alegría, una cola cortita de gente subiendo al B/G (ramal Barrio Gráfico), que de todas maneras me deja bien. Era cortita porque el colectivo ya salía, y estaba que no entraba ni un alfiler, pero así y todo me puse en fila para subir, en una de esas entraba y llegaba más rápido a casa.

Yo ya la había visto subiendo, tenía el pelo largo, negro y tupido, como la crin de una yegua salvaje en un póster de consultorio médico. Cuando se dio vuelta me asusté, era hermosa, pero con cara de mala: ojos negros, pálida y con los labios apretados. Subió, desapareciendo en la multitud y el colectivo empezó a vibrar y moverse, así que me agarré de la baranda y me zambullí en ese pelotero humano. Atrás mío hicieron lo mismo un par de hombres más hasta que, ya con el vehículo en movimiento, el chofer cerró la puerta casi a presión, y así quedé yo apretadito entre varios obreros y directamente enfrentado a ella. No quise mostrarme contento, tampoco enojado con la situación, así que traté de no dibujar expresión alguna en mi cara. Pude notarla sonreír al ver nuestro desesperado intento por alcanzar esos últimos centímetros cúbicos de colectivo. Entonces largué una estupidez: "Al menos no vamos a tener frío", dije, mirando hacia arriba todo el tiempo y su reacción fue soltar un pequeño "jiji" y decir algo en voz demasiado baja para escucharla ¡La había hecho reír! Quizá no era tan mala después de todo.

Viajamos un tramo sin que yo sepa que hacer para no mirarla e incomodarla, pensé en sacar un libro, pero mis manos estaban casi inmóviles sobre el morral. Recién por San Telmo ella comenzó a sacar no sé que cosas del bolso, o a acomodarse el abrigo y me rozó la mano derecha con la suya. Apenas me di cuenta se me puso dura, sin quererlo, quién sabe por qué ¿sería que estaba fantaseando con que ocurriera algo así? Así como llegó, la erección se relajó, fue como un reflejo, una erección de un escolar que es sentado en el mismo pupitre de la compañerita más linda, una erección con olor a cuaderno Gloria. Y de repente siento eso suave y frío otra vez, me había vuelto a tocar; la yegua me estaba provocando, y yo nada, disimulaba perdiendo la mirada en el azul nocturno y las luces amarillas de la autopista que iban desfilando prolijamente a través del vidrio de la puerta. Así, me rozó con sus deditos flacos una y otra vez haciéndome levantar fiebre. Supe que la cosa era intencional cuando me agarró el dedo medio de la mano. Mordí mis labios y seguí mirando hacia afuera. De reojo vi que sonreía mientras me acariciaba la mano derecha que me transpiraba sin tregua, frotaba su manito blanca como buscando calentarse. Cuando me di cuenta, se la estaba llevando hacia abajo del bolso. Un muchacho alto que iba al lado mío estiro el brazo y abrió un poco la ventanilla para que se pueda respirar. Me ponía nervioso pensar que llegara a notar lo empapada en sudor que estaba mi mano y que esto le diera asco, haciendo que se detuviera, pero no se detuvo, no. Se desabrochó disimuladamente unos botones (lo sentí todo al tacto) y acercó mi mano ansiosa a su pubis; éste emanaba un calor sofocante en total contraste con el aire invernal que soplaba afuera del colectivo, en la autopista. En ese momento pensé que me estallaba el cierre, mi erección se había vuelto violenta, volcánica, desnuda de la inocencia anterior. Mientras tanto, con la yema de los dedos sentía la tersa aspereza de sus vellos púbicos e imaginé una fragancia agridulce. Me llevó más abajo, hasta que pude notar la suavidad de su sexo, ofreciéndose cálido y húmedo. Me latía el corazón como el de un conejo, me costaba respirar. Comencé a ir y volver con mi dedo medio, paladeando los resbaladizos pliegues que dibujaban pétalos de flores paradisíacas hasta hundirlo todo en un tenso surco que no cesaba de lubricarse en sus fluidos; pero algo tocó la yema del dedo, algo puntiagudo que nada tenía que ver con el mullido manjar ¿Era una garra? ¿Un clavo? La mire a los ojos, pero los encontré cerrados, estaba transportada en éxtasis, mordiéndose la boca. Entonces deslicé también el pulgar para hacer las veces de una pinza, y me dispuse a tirar despacito de esa punta de uno o dos centímetros que se sentía un poco curvada y más ancha en su base. Seguí tirando y más al fondo distinguí la cabeza, era un pájaro. Al fin, saliendo de su trance, se dispuso a ayudarme a sacarlo con su mano, ocultábamos a duras penas todo el trámite a los ojos de los demás pasajeros. El bicho intentó moverse recién cuando lo tuvimos por completo afuera. Lo sostuve a la luz y entendí que se trataba de una paloma; una paloma hermosa, con el cuello tornasolado y las patas rojas, pestañeado con toda la cara de plumas de un gris violáceo. Ella me miró, estaba sonrojada y con el pelo apenas revuelto, los ojos le brillaban y me indicó con gestos como agarrar al ave para que no se escape. Lamenté estar llegando a mi parada y le avise al chofer que bajaba en la próxima. En mi oído la sentí susurrando, me pedía que lleve conmigo al animalito, decía que podía atarle un mensaje en la pata, lo que quiera, y la paloma se lo llevaría, así llueva, caiga granizo, o caiga nieve..., como sea; la paloma siempre sabría como volver. La puerta se abrió, y un poco a los empujones logré saltar a la calle helada con el ave entre las manos.

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